Donde voy, me gano unos cuantos enemigos solo por estar ahí. Me toman por arrogante, egocéntrico, demasiado seguro de mí mismo. Supongo que algo de razón tendrán. Están atentos al día en que me quiebre. Esperan eso. Lo desean apasionadamente.
De niño me gustaba hacer equilibrio y caminar como un trapecista por el borde de los muros. Cuanto más alto, mejor. No había desafío ni valentía, era simple diversión.
Mi madre, como toda buena madre, me gritaba alarmada desde abajo o desde la otra punta: —¡Mira, pelao! ¡Niño, qué carajos haces! ¡Nojoda! ¡Te vas a caer! ¡Te vas a partir la cabeza!
Yo, desde el otro extremo, sonreía al terminar el numerito. La furia en su voz y el fuego en sus ojos no venían de mi osadía. Venían de que yo siguiera en pie. Su profecía no se había cumplido.
Lo importante no es no caerse. Nunca lo ha sido. Lo importante es saber aterrizar.
Quizá no haya, de todos los dolores que la vida nos obliga a soportar, un dolor más grande que éste: amar a alguien más que a nosotros mismos, y gozar, hasta cierto punto, de su presencia, y al mismo tiempo saber que ese ser amado, que está aquí con nosotros, en carne y hueso, y comparte su tiempo con nosotros, en realidad sólo pertenece a su destino, que ya, cuando creemos que lo abrazamos estrechamente, se lo lleva lejos. Porque su historia, por mucho que nos esforcemos, no es la nuestra ni lo será nunca.
Emanuele Trevi, Algo escrito
Marina Abramović y Ulay. Energía en reposo, 1980. Fuente: MoMA.org
El potencial de Lennard-Jones es un modelo clásico y fenomenológico que describe cómo interactúan dos partículas neutras —átomos o moléculas— en función de la distancia que las separa. Según este modelo, cuando las partículas están infinitamente alejadas, no existe interacción alguna; al acercarse, aparece una atracción mutua, débil pero efectiva. Sin embargo, si continúan aproximándose más allá de cierta distancia de equilibrio, el comportamiento se invierte y surge una repulsión intensa. Esta repulsión no significa que las partículas sean duras o impenetrables en un sentido mecánico, sino que indica una prohibición más profunda, al acercarse demasiado, sus estados cuánticos no pueden superponerse sin un costo energético enorme. No es que no puedan tocarse; es que no pueden ocupar el mismo estado al mismo tiempo. El equilibrio ocurre, entonces, en una distancia precisa donde atracción y repulsión se compensan sin que exista fusión.
Las interacciones atractivas y repulsivas entre partículas son fundamentales para entender la estructura del mundo macroscópico. Sin embargo, cuando la física clásica logró describir con éxito las interacciones electromagnéticas mediante la ley de Coulomb, surgió un problema que no podía resolverse con esos mismos principios, la estabilidad de los átomos. El caso más sencillo fue el átomo de hidrógeno, compuesto por un protón y un electrón ligados por una atracción electrostática. La pregunta que inquietaba a los físicos era simple y perturbadora: ¿por qué el electrón no desciende indefinidamente desde su órbita hasta unirse por completo al protón?
La respuesta llegó con la mecánica cuántica. En esas escalas diminutas, la energía del electrón no puede tomar cualquier valor continuo, sino solo ciertos valores discretos. Lo que se conoce como cuantización. La cuantización de la energía en estos sistemas surge como consecuencia directa del confinamiento. Así como la relatividad se vuelve inevitable cuando las velocidades se aproximan a la de la luz, la mecánica cuántica se impone cuando las distancias se reducen a escalas atómicas. En ese régimen, la materia deja de comportarse como esperamos intuitivamente. Desde esta perspectiva, el átomo de hidrógeno puede entenderse —de manera aproximada— como una región que confina al electrón. No se trata de una caja con paredes rígidas, sino de un espacio delimitado por el campo de fuerza que ejerce el protón sobre el diminuto electrón. La extensión característica de ese confinamiento es del orden del tamaño del átomo, aproximadamente 0.4 nanómetros, es decir, 4 × 10⁻¹⁰ metros. En esa escala, el electrón posee una energía mínima compatible con su confinamiento, del orden de unos pocos electronvoltios, coherente con las energías observadas en procesos atómicos. El sistema es estable precisamente porque el confinamiento no es extremo.
La pregunta inevitable es: ¿qué ocurre si se intenta forzar aún más esa cercanía? Si el electrón cayera hasta alcanzar el protón, quedaría confinado en una región de tamaño comparable al del núcleo. El diámetro de este es unas 20000 veces menor que el tamaño del átomo, del orden de 1–2 femtómetros, es decir, ~10⁻¹⁵ metros. Reducir el confinamiento del electrón a esa escala tendría consecuencias drásticas. Al aumentar la precisión con la que se localiza su posición, la incertidumbre en su momentum crece de forma abrupta, y con ella su energía. Una estimación simple muestra que confinar un electrón a dimensiones nucleares requiere energías del orden de varios giga–electronvoltios (GeV), miles de veces mayores que las energías típicas de los procesos nucleares. Esa energía no pertenece ya al dominio de los átomos, sino al de la física de partículas. En otras palabras, llevar la atracción hasta su extremo no produce una unión más profunda, sino la destrucción del marco en el que el sistema podía existir.
¿Pueden dos partículas acercarse completamente, tocarse de verdad? Sí. A nivel fundamental, dos partículas pueden encontrarse en una colisión, siempre que las energías involucradas sean lo suficientemente altas. Esto ocurre, por ejemplo, cuando las partículas están altamente aceleradas o cuando interactúan pares de materia y antimateria. Un caso conocido es el del electrón y su antipartícula, el positrón. Cuando ambas se aproximan a distancias extremadamente cortas, no se unen ni se complementan, se aniquilan. El resultado de esa interacción no es la destrucción absoluta, sino la transformación de la masa en radiación, típicamente en forma de fotones o rayos gamma. Más que una desaparición, se trata de una conversión. De acuerdo con los principios de conservación —formulados de manera general por el teorema de Noether y expresados en la física moderna por la equivalencia relativista entre masa y energía— ni la materia ni la energía se destruyen, solo se transforma una y otra vez.
Lectora, lector enamorado, enamorada, si algo de esto resuena con su imposibilidad de permanecer unido a su pareja, conviene decirlo con claridad, su despecho y frustración no tienen nada que ver con la física. Toda identificación o concordancia entre los procesos elementales de la materia y las relaciones sentimentales es pura literatura. En la materia, la armonía no surge de la igualdad, sino del equilibrio entre entes opuestos. Es un hecho científico. Verificado. Todo lo que le rodea existe como una tensión constante de antagonismos cuidadosamente compensados. No hay estabilidad sin diferencia, ni orden sin conflicto. Si llevara estas páginas a un físico de oficio, sonreiría y le diría, con una crueldad innecesaria, como suele suceder: las partículas no se enamoran. Y quizá añadiría: Tal vez eso sea el amor: aprender a compartir la cobija con el enemigo y, aun así, poder dormir en paz.
Marina Abramović y Ulay. Los amantes (La caminata por la Gran Muralla), 1988.
En los libros II y III del Kama Sutra, redactados aproximadamente alrededor del siglo V d. C. y atribuido a Vātsyāyana, se examinan con notable detalle tanto la elección de la pareja como las técnicas de la unión sexual. Estos pasajes constituyen tanto un manual erótico en sentido moderno como una reflexión sistemática sobre el deseo, el cuerpo y la convivencia. Puede considerarse, en este sentido, una de las primeras formulaciones explícitas del concepto de compatibilidad amorosa. Aunque el texto aborda de manera reflexiva aspectos éticos y afectivos de la relación, el énfasis recae con claridad en el cuerpo como condición del vínculo. El placer aparece como una práctica que debe ser comprendida, regulada y afinada. Esta concepción influyó de manera indirecta en tradiciones posteriores, en especial en ciertas corrientes del tantra medieval —particularmente en desarrollos indo-tibetanos tardíos y en su recepción popular— donde la armonía sexual comenzó a pensarse como el resultado de una correspondencia precisa entre los cuerpos.
En ese marco se elaboraron clasificaciones tipológicas basadas en proporciones genitales y energéticas. Estas categorías no son anatómicas en sentido médico, sino simbólicas y normativas, pues buscan determinar qué combinaciones favorecen el placer mutuo, la estabilidad del encuentro y una circulación considerada adecuada de la energía vital. Según esta tradición, lo que genera regenera. La regeneración y la plenitud del acto sexual dependen del tamaño de los órganos reproductivos. Solo la correspondencia entre genitales masculinos y femeninos de dimensiones compatibles garantizaría una unión armónica, capaz de sostener el placer sin fatiga ni dolor. En las lecturas tántricas posteriores, esta armonía corporal se asocia además al despertar de la energía kundalini, representada como una serpiente latente que asciende durante la unión sexual hacia estados ampliados de conciencia.
Bajo esta clasificación, los hombres se dividen en tres tipos según el tamaño del pene o liṅga: el hombre liebre o conejo (Śaśa), de tamaño pequeño; el hombre toro (Vṛṣabha), de tamaño medio; y el hombre caballo (Aśva), de tamaño grande. De modo análogo, las mujeres se clasifican según la profundidad o amplitud de la vagina o yoni: la mujer cierva (Mṛgī), de cavidad estrecha y poco profunda; la mujer yegua (Vāḍavā), de cavidad media; y la mujer elefanta (Hastinī), de cavidad ancha y profunda. La unión considerada perfecta se da, entonces, entre hombre conejo y mujer cierva, hombre toroy mujer yegua, y hombre caballo y mujer elefanta. Estas combinaciones prometen el máximo placer recíproco, una mejor regulación del ritmo del deseo y, en las interpretaciones espirituales posteriores, las condiciones necesarias para el ascenso de la serpiente kundalini hasta la coronilla de los amantes, idealizado como un estado de plenitud amorosa.
Sin embargo, esta clasificación puede resultar desilusionante para los buscadores del amor romántico, la pareja perfecta o la media naranja. El hecho de que, desde el exilio del Edén, cubramos nuestra genitalidad —desde la hoja bíblica, pasando por taparrabos y guayucos, túnicas y ropajes, hasta la ropa interior cada vez más sofisticada, ergonómica y refrescante— deja el éxito amoroso, una vez más, librado al azar. Imagínese la desdicha de una mujer cierva a la que le tocó en suerte un hombre déspota, vulgar y desaseado, y que, para colmo, resulta ser un hombre caballo causante de intensos dolores, hemorragias y dislocaciones de cadera cada vez que intenta disfrutar del amor sexual. O, en el extremo opuesto, la del hombre conejo, dueño de un falo diminuto e hipersensible, un honguito incapaz de mantenerse dentro de su cónyuge mujer elefanta, recelosa y agresiva, que lo recibe con reproches y diatribas por su fracaso laboral y ser mal ejemplo para los hijos.
¿Cómo encontrar al amante ideal sin ofender, sin caer en la depravación ni en el exhibicionismo? Usted, quien lee estas palabras, si siente desamparo por su mala racha en el amor, recuerde que quizá no se trate de su rostro, ni de sus aromas corporales, ni de su sentido del humor o su inteligencia, ni siquiera de la holgura de sus bolsillos. Usted es perfecto o perfecta tal cual como es. Puede ser —tal vez— un descuadre, desproporción, asimetría de longitud, anchura, profundidad o estrechez. Un asunto geométrico.
No se desanime. Siga lanzando los dados.
Marina Abramović y Ulay. Relation in Time, 1977.
Marina Abramović y Ulay formaron una relación romántica y artística en 1976, en Ámsterdam. Desde entonces diluyeron sus identidades individuales y precipitaron en un solo organismo, un cuerpo compartido, conocido colectivamente como The Other (El Otro). Juntos produjeron algunas de las obras más radicales del performance contemporáneo. Exploraron el amor, la relación y la unión como creación. Su vínculo fue poesía performática. A través del peligro, el dramatismo, la tensión y el hastío, desentrañaron la experiencia amorosa en todos sus niveles de profundidad. En 1977 realizaron Relation inTime, donde trenzaron sus cabelleras y permanecieron sentados durante dieciséis horas sin hacer nada. Exploraban el amor como duración, el compromiso enraizado en el tiempo, el cansancio que implica ser uno solo, el otro en todo momento. No ser pareja, ni novios, ni esposos, solo ser. Nos amamos porque somos. Posteriormente en Rest Energy, Marina sostuvo un arco con el peso de su cuerpo mientras Ulay de la misma manera apuntaba una flecha directamente al corazón de la artista. El más mínimo desbalance, una perturbación mínima, provocaría la caída, el quiebre de la unión. La unión, aquí, estaba simbolizada por la confianza absoluta. La concentración en el otro, en uno mismo. Si no hay confianza, hay muerte. Mi vida está en tus manos. Explorando los límites de la comunicación, llevaron a cabo AAA; ambos se gritaban cara a cara, boca a boca, descargando la energía de la frustración ante la imposibilidad de alcanzar al otro. El desgaste de la voz atravesando el aire, los pulmones y el corazón se vuelve representación del agotamiento afectivo.
Al someterse al performance Nightsea Crossing, el amor adoptó la forma del ascetismo. La pareja se vio obligada a sentarse en silencio, ambos inmóviles durante horas, sin comer ni beber, separados por una mesa solo mirando a los ojos, a la cara. Comparten la intimidad, la vulnerabilidad y el cansancio que implica sostener una sola presencia como realidad. La mesa se convierte en símbolo de una distancia estable. El mundo. Durante una de estas sesiones, Ulay, cansado y enfermo, se levantó de su silla esperando que Marina hiciera lo mismo. Ella no lo hizo. Permaneció sentada y terminó el performance sola. En ese instante se produjo el quiebre de The Other. Se rompe la simetría. La obra puede continuar con uno solo; el amor, no. El arte es fácil. El amor no. «Si ese era su final, era su final, pero no el mío».
Sin desperdiciar el potencial poético de la separación, sin renunciar a la estética del límite, decidieron convertir la despedida en obra. En The Lovers: The Great Wall Walk realizaron una caminata de aproximadamente dos mil kilómetros desde extremos opuestos de la Muralla China. La performance duró tres meses. Al encontrarse, se abrazaron y se estrecharon las manos, pacto de no casarse y el final definitivo de su relación romántica y profesional. Fue un abrazo de separación. Desde 1988 hasta 2010 no tuvieron contacto. Se reencontraron durante The Artist Is Present, una performance de Marina en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Ulay apareció sorpresivamente como un espectador más. Se sentó frente a ella. El gesto alteró el estado de conciencia de Marina. Se miraron en silencio, lloraron y se tomaron de las manos. Ninguna palabra.
La historia de amor de Marina Abramović y Ulay fue, en sí misma, una performance del amor condicional. Un amor realista. Un amor entre límites. No fue eterno ni perfecto. Existió mientras se sostuvieron ciertas condiciones, la simetría entre los cuerpos, la resistencia compartida, la posibilidad de sufrir juntos, la equivalencia del riesgo, el acuerdo tácito de que la obra solo existía en el dúo. Cuando esas condiciones comenzaron a romperse —cuando uno enfermó antes, cuando uno se levantó y el otro permaneció, cuando el cuerpo dejó de responder de la misma manera— el amor no desapareció por traición. Sino por desajuste, por desproporción. Un amor real reconoce el límite. Reconoce la dependencia del cuerpo, del tiempo, de la diferencia, de la posibilidad de sostener al otro sin destruirse. Cuando esas condiciones ya no se cumplen, el amor no deviene en odio. Se transforma en memoria. Todo lo malo —el dolor, la discrepancia— queda atrás, y lo bueno se conserva como combustible para la continuación de la obra individual.
«Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!
Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno» Santiago 3:5–6
Dos clérigos practicando un exorcismo a una mujer (1691).
La ciencia dice que la rebeldía adolescente no empieza como actos espontáneos de una mente confundida y atribulada o un espíritu adolorido y despojado. Antes de que el adolescente tenga un discurso justiciero, una justificación maquiavélica o articule modestamente sus resentimientos, el cuerpo, a traición, ya ha tomado partido. Un aumento silencioso de hormonas —testosterona, cortisol— afina los circuitos de la recompensa y vuelve el mundo más provocador, más insultante, más digno de ser desafiado y conquistado. Ni las reglas se rompen por convicción ni la autoridad se provoca por temeridad; todo se reduce a la sensibilización bioquímica del conflicto, de la amenaza del estatus, del placer inmediato de oponerse sin justificación del cerebro adolescente. Los estudios describen dicha sensibilización con eufemismos como: «conductas externalizantes», «ruptura de normas», «agresión proactiva». No recuerdo mi despertar rebelde como una compleja sensación de querer destruirlo todo sin motivos y mofarme de ninguna autoridad que, usando sin esfuerzo, su poder me doblegara y me hiciera lloriquear como un estúpido ante la comunidad. Había comprendido el juego muy rápido.
Mi rebeldía brotó como una crítica intelectual a la cultura católica en la que fui educado. No perdí demasiado tiempo intentando comprender el comportamiento de las figuras de poder. Mientras se desgastaban gritándome lo que no debía hacer, sus propios actos me invitaban a transgredir. Las leyes —aprendí pronto— estaban hechas para ser pisoteadas. Me aferré a la contracultura e imprimí en mí arquetipos de la contradicción. Como todo adolescente sometido a los mecanismos de recompensa disparados por el aumento del volumen de mi bolsa testicular, cometí toda clase de idioteces y me sentía el rey del planeta. Pero algo de lucidez siempre me resguardó. No valía la pena malgastar los sagrados cartuchos del castigo ni arriesgar la libertad por actos banales, insignificantes. La rebeldía debía servirme como herramienta, no como la cruz de los idiotas.
Ya lo he dicho en otra entrada, desde la pubertad me sentí atraído y seducido por modelos de abyección, anarquía y pusilanimidad. Me rodeé, con premeditación y alevosía, de toda clase de personajes así. Me parecían honestos, de algún modo, en ellos fluía algo que no deseaban domesticar. En cambio, me producían náuseas esas familias de bien, compuestas por personas malintencionadas, brutas e incoherentes, que asistían a misa cada domingo para renovar su permiso para pecar. Con una confesión y una penitencia estéril se liberaban de la carga semanal y quedaban listos para continuar con la bellaquería. Proclamaban el amor de Dios mientras amedrentaban cantando salmos: «Si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?». Nadie podía con ellos porque Dios y sus ángeles los resguardaban, y con esa alharaca se salían siempre con la suya.
Nunca confié en quienes denostaban la sociedad con aires de valentones, dando a entender que no necesitaban a nadie, salvo a Dios. El mismo Dios al que buscaban o creían engañar del mismo modo que engañaban a su prójimo, con la diferencia de que Dios sí perdonaba. ¿A quién le iba a importar el perdón humano si el único que cuenta es el perdón divino? Una licencia perfecta para sembrar el mal entre sus hermanos y hermanas. Así me convertí, muy rápido, en el chivo expiatorio de mi comunidad, un joven perturbado, poseído por el demonio, al que le iría muy mal por creérsela, por creerse más malo que los demás. Ya verán, decían. Ya sabemos cómo acaban. La paga del pecado es la muerte.
Con el tiempo, y después de asimilar las consecuencias de mi ignorancia y de mi rebeldía fisiológica, decidí alejarme de los despojos sociales, del alcohol y de la vagabundería. No fue una decisión moral. No me sentía atribulado por mi vida sucia. Me aburrí. Fue eso, aburrimiento. Por eso fue sencillo marcharme sin dejar fantasmas sueltos. Como cualquier católico apostólico romano, seguí el mal consejo de «confesáos vuestros pecados los unos a los otros». Sin pudor iba y venía contando mis transgresiones y mis tristezas, sin advertir que esa práctica vil va cubriéndolo a uno con una capa asquerosa de suciedad humana. Pestilencia humana.
Dejé de confesarme y ocurrió lo contrario; ahora me buscaban para contarme secretos inconfesables. Por mi oído han pasado incontables testimonios dolorosos, confesiones no pedidas de actos abominables y pensamientos tan asquerosos que harían persignarse a cualquier monja. Poco a poco comprendí el patrón, victimismo, irresponsabilidad, inmadurez. Todos huían de su propia responsabilidad. O era el mecanismo de recompensa —estradiol, cortisol— o era la influencia del demonio. Qué difícil nos resulta aceptar nuestra propia maldad, nuestros deseos perversos. De cara al mundo, esas mismas personas llevaban vidas perfectas. En las fotos viajaban por todo el país y el mundo, posaban en yates con sombreros de comandante, botellas de champán o whisky de traquetos. De celebración en celebración: bautizos, cumpleaños de la prima, de la tía, de la abuelita. Abrazos, sonrisas, bendiciones. Nuevo carro, nuevo trabajo, nueva pareja. Un nuevo día, un nuevo año, una nueva oportunidad. Gracias, gracias y más gracias. No les cabían tantas bendiciones. Pero a mi solo me buscaban para llorar, para desahogarse.
Un día lo paré. Cerré la puerta del confesionario. Me habían tomado por tanque de basura, por estercolero. Me había vuelto cómplice de la ruindad y el victimismo. Cuando tomé distancia y me aislé, esas mismas lenguas se volvieron contra mí, azotaban: ingrato, prepotente, orgulloso, ignorante. Levantaron también una tribuna para conspirar y desear, una vez más, mi caída: «lo veremos llorando, arrastrándose; volverá, porque uno debe dejar las puertas abiertas». Tribuna que erigieron, por voluntad propia y a su criterio, en su lugar favorito, el de siempre: mi espalda.
Los sacerdotes exorcistas poseen un protocolo para expulsar las potestades demoníacas de los pobres feligreses. Todo comienza con la provocación del demonio, se le arroja agua bendita, se le hace escuchar el Padre Nuestro hasta que responda. La estrategia es hacerlo hablar, obligarlo a manifestarse a través del verbo. Así empiezan los murmullos incomprensibles. Continúa la xenoglosia, luego el regreso al idioma ordinario, los gritos, las diatribas sacrílegas, las vulgaridades, los cantos blasfemos. El exorcista, actuando una perplejidad calculada, incita al demonio a decir su nombre, pues el demonio sucumbe ante quien logra nombrarlo y darle órdenes. Cuando se dice que una persona está poseída, se describe un proceso en el que se ha perdido la capacidad de actuar, de decidir, de ejercer la voluntad, ahora un ente externo lo controla todo. El exorcismo consiste en devolverle el nombre propio y, con él, el poder al poseído.
Los curas saben esto muy bien. Las confesiones dominicales se practican en el anonimato. Las personas, postradas de rodillas como símbolo de humildad, relatan a través de una ventanilla agujereada las leyes sagradas que se han atrevido a quebrar. Se les impone una penitencia de repetición de inalcanzables Padres Nuestros, Credos y Avemarías que no sirve de nada, porque las plegarias entonadas con la misma lengua que miente jamás llegarán al Creador. Es superar el hastío de la repetición los que los redimen. Pero esa es la estrategia de los curitas para que la Iglesia no desaparezca, para que no cesen las limosnas ni la imposición de la culpa. El pecado solo se expía cuando el pecador revela el nombre del demonio que lleva dentro. !Su propio nombre! El anonimato, entonces, es una táctica demoníaca para fortalecer el mal.
Después de mis épocas de rebeldía hormonal e intelectual, en mí se despliega la idea de convertirme en sacerdote, pero no en predicador ni en confesor. Pienso más bien en un monje internado, asilado, meditabundo, que vive en la austeridad, lejos del mundo. Mi vida actual tiene algo de eso. Ya no presto el oído al secreto pretencioso. Porque la lengua del confesante, que emulando a demonios burlones, no declara su nombre ni se pronuncia absolutamente, debe ser cortada y arrojada al muladar. Esa es la mala lengua.
Javier Mena.
Extirpación de lengua. Tomado de Richard Barnett,Crucial Interventions: An Illustrated Treatise on the Principles & Practice of Nineteenth-Century Surgery, 2015.
Felicidad (Todd Solondz), Amor (Gaspar Noé), Lo importante es amar (Andrzej Żuławski), Los amantes (Louis Malle), Clímax (Gaspar Noé), Días del cielo (Terrence Malick); Una vida oculta (Terrence Malick), El elemento del crimen (Lars von Trier), La mujer pública (Andrzej Żuławski), Ninfomaníaca (Lars von Trier), Anticristo (Lars von Trier), El diablo (Andrzej Żuławski); Repulsión (Roman Polanski), Soplo en el corazón (Louis Malle), Luna de hiel (Roman Polanski), Solo contra el mundo (Gaspar Noé), Rompiendo las olas (Lars von Trier), Melancolía (Lars von Trier), El fuego fatuo (Louis Malle), Posesión (Andrzej Żuławski), Irreversible (Gaspar Noé); Café y cigarrillos (Jim Jarmusch), Nostalgia (Andréi Tarkovski), Danzando en la oscuridad (Lars von Trier), Mis noches son más bellas que tus días (Andrzej Żuławski), Un final feliz (Michael Haneke)…
Ya casi es Navidad. Las redes sociales se llenarán de fotos de parejas sonrientes, todas vestidas igual, enfundadas y apretujadas como tamales en esas pijamas navideñas verdes, rojas y blancas que deberían estar prohibidas por ley. Conozco a varios de mi generación que cada año para estas festividades cambian de pareja y, con ella, de pijama. La tradición se mantiene. Eso es lo importante. La foto siempre viene con su epitafio tipo eslogan empresarial: La familia Pachón-Perafán les desea feliz Navidad y un próspero año nuevo. Copiar. Pegar. Publicar. Al año siguiente ya no existen. Aparecen los Pachón-Castro. Luego los Perafán-Ramírez. Es un carrusel de apellidos y sonrisas de comercial de Coca-Cola. Que viva el amor navideño. Soy joven, pero en Navidad se me mete un viejo dentro. Un viejo fastidioso, cansado, con ganas de apagar la luz temprano. Nunca me gustó la Navidad. Ahora simplemente me lleno de comida, quizá me tomo una copa de vino, y me voy a dormir antes de que alguien empiece a hablar de amor, paz y bendiciones, todas esas cosas de las que carecen durante el año. Este año sí, suelen decir. Este año tampoco fue, atestiguo.
Es así como la Navidad suele exponer la vida amorosa de las personas. Las relaciones de mi generación son un campo minado. El tiempo pasó rápido y muchos matrimonios se vinieron abajo poco después de la boda y del primer hijo. Casi todos están solos; otros viven la popular unión libre; otros, la relación abierta; otros forman familias extrañas, compartiendo y mezclando hijos de distintas camas. Quizás fuimos la última generación ensalzada en el cliché del alma gemela o la metáfora simplona de la media naranja. Los jóvenes ya no creen en eso. No creen en casi nada. Prefirieron la fama virtual. La popularidad sin talento. Aprendieron a hacer dinero con la estupidez como nadie antes en la historia. Les ha funcionado muy bien.
El amor se nos vendió como una frase. Íbamos por la vida buscando la otra mitad, convencidos de que la fórmula era encontrar al más parecido. El espejo. Alguien que pensara igual, sintiera igual, opinara igual y, si era posible, discutiera igual. Nunca nos detuvimos a pensar que lo semejante no es complemento. No hay amor en la homogeneidad. Por eso mismo el amor es conflicto. No está lleno de conflicto, es un conflicto. La armonía solo se puede dar entre lo antagónico. El amor es la coexistencia forzada de lo incompatible. El conflicto amoroso recurre a la guerra para crear la paz. Entonces la gente empieza a decir que es madura porque sabe resolver crisis. Se vuelven expertos conciliadores. Por eso a los enamorados les gusta discutir tanto. Entre más pelea, más amor y entre más amor, más sabiduría.
Muy tarde nos dimos cuenta de que quien busca su media naranja corre el riesgo de saberse una mitad, solo eso, una mitad de ser humano. Media persona. Un lisiado. Es ridículo pensar que alguien viene a completarte cuando apenas te soportas a ti mismo. Aun así, nos convencimos de que amar era encontrar a alguien que nos conociera y entendiera perfectamente, cuando esa persona —para desgracia nuestra— siempre hemos sido nosotros.
Si somos medias naranjas, entonces somos medias naranjas vivas. Y nuestra totalidad, nuestra gloriosa naranja completa, solo llegará con la muerte. Cuando se cierre el ciclo. Por fin enteros. Por fin en paz.
Yuri Gershkovich, Ilustración para El Decamerón de Giovanni Boccaccio, s. f.
Dice la superstición que un espejo roto trae mala suerte. A veces el espejo intacto es peor, verse en él es ver la mala suerte. Tener la mala suerte de verse entero, fijo y definido. El mismo siempre. Algunos piensan que, al quebrarse por la vida, uno debe recogerse pieza por pieza, pegarse, recomponerse, para volver a verse como antes. Un espejo quebrado se transforma en decenas, cientos, miles de espejos. Si uno se quiebra, no vale la pena intentar reconstruirse. Se multiplican las maneras de verse. Cuando las cosas no salen como se quieren, el malestar y la frustración se eligen. Bastan. Quedarse ahí como un masoquista. Desear todavía más mala suerte. Quebrar muchos espejos. Hasta tener la mala suerte de que todo empiece a salir bien. Dice la superstición que un espejo roto trae mala suerte.
«Las constelaciones son ilusorias y efímeras, espejismos pasajeros. Cree el observador ingenuo ver en ellas un toro, una balanza, un pez y acomoda los trazos. Como en el amor, ¿no? Uno ve lo que quiere. Y al cabo las constelaciones se deshacen y toman rumbo a aparte sus estrellas a veces rumbos opuestos como los tomaremos sin duda tú y yo. No hay constelaciones, Manuelito. Lo que hay en realidad son estrellas viajando solitarias».
– Fernando Vallejo, El fuego secreto.
William Hogarth, The Analysis of Beauty, Plate I, 1753.
Robert me ha compartido una captura de pantalla. Es una tonta publicación en la red X. Dice:
«Él no te rechazó. Rechazó la versión de sí mismo en la que tendría que convertirse para estar contigo»
La publicación tiene alrededor de veinte mil likes, casi mil quinientas republicaciones y más de seiscientos cincuenta comentarios. Robert trabaja en una empresa de logística para envíos de mercancía transnacionales. Durante el día suele compartirme todo tipo de idioteces que, sin duda, lo distraen de sus responsabilidades. Me pregunta qué opino de ese comentario. Bueno…
Hace más de veinte años se inauguró la red social Facebook. Recuerdo que para el año 2007 comenzaron a proliferar y multiplicarse a través de esta, una especie de comerciante vulgar de negocios tipo pirámide. Ya no promocionaban recipientes plásticos ni utensilios de cocina reuniendo a las amas de casa del barrio por las noches; el mercado ahora consistía, sobre todo, en vender a través de videos y fotos en la red social, proteínas de suero de leche, brebajes antienvejecimiento e inversiones milagrosas que prometían multiplicar el dinero en cuestión de semanas, garantizando a clientes y asociados toda clase de beneficios imaginarios. Los que no tenían nada concreto que promocionar comenzaron a vender cursos sobre cómo hacer dinero y manifestar sueños. Se hacían llamar emprendedores. Para mí, la mayoría eran una manada de fracasados que, detrás de fotografías cuidadosamente encuadradas y tomadas con cámaras digitales de pobre resolución, lograban fabricar una imagen ficticia de éxito, que personas aún más inmaduras, confundidas y fracasadas enaltecían. Desde antes de ese auge de parásitos, ya entendía que cualquiera que produjera algo con sus manos era un emprendedor. Graduarse y conseguir un empleo era emprender. Vender chicles y cigarrillos en una esquina era emprender. Montar un cibercafé era emprender. Tener un bebé, salir a vivir con la pareja e iniciar la aventura incierta de la vida también lo era. Estos nuevos emprendedores comenzaron a monetizar sus patrañas con rapidez, y el término terminó refiriéndose no a quien hacía algo, sino a quien se posicionaba alto en una jerarquía social artificial. Cada vez que me cruzaba con alguien que se presentaba como emprendedor o emprendedora, prefería darle la espalda.
Pero hacia el año 2010 apareció una derivación aún más insoportable, una mezcla de adolescentes y adultos malogrados que descubrieron el poder de los videos ociosos en YouTube y de las redes sociales —Facebook, MySpace e Instagram— para distraer a la sociedad como fuera y llenarse los bolsillos. Influencers y motivadores. Una industria que para 2016 ya estaba completamente consolidada.
Finalmente, todos estos términos desagradables se fusionaron en lo que, desde alrededor de 2019, se conoce como creador de contenido. Dentro de pocos años serán los senadores que adornen los parlamentos de las naciones de Occidente. No exagero. Dentro de esta colectividad de impostores que viven a costa de los despistados existe una amplia variedad de especies. En este zoológico resalta un tipo de superhumano, hombres de cuerpo griego o mujeres de curvas y tallas perfectas, que saturan las redes con sus cuerpos semidesnudos, sus sonrisas diseñadas, sus caras inyectadas con ácido hialurónico, cubiertos de tatuajes en los antebrazos y músculos inflados con esteroides o curvas moldeadas con siliconas de todos los precios. Suelen venderse como ejemplo de salud y superioridad moral; especialmente mediante la publicación conjunta de fotografías en una ciudad distinta del mundo cada dos semanas y una frase motivacional cuidadosamente reciclada. Todos poseen un pasado oscuro y tenebroso. «¡Si yo pude, tú también…! Haz click aquí y tu cuento».
He dicho en otra ocasión que no tengo redes sociales. La verdad es que me saturan hasta la náusea. Es en serio. Pero incluso en esos días no me sumaba a la crítica de los envidiosos. No. Estos creadores de pacotilla saben perfectamente que pueden enriquecerse a costa de la gente ociosa y candorosa. Como Robert. A esos los considero los verdaderos pusilánimes.
Me fastidia que se crean mejores que ellos, que los creadores, pero me fastidia aún más quien les compra las frasecitas y luego se me acerca a explicarme cómo vivir. Ahí es cuando pierdo la paciencia. No tolero que alguien, con una sonrisa prefabricada, aliento de alcantarilla y una cita reciclada, venga a darme instrucciones de vida. Esas frases me gusta detonarlas desde adentro. Dejarlas caer. Ver cómo no sostienen nada. Como ellos.
Frases como «Primero yo, segundo yo, tercero yo» o «No me importa lo que piensen de mí». Son siempre estos personajes los que ponen a los demás de primeros, de segundos, de décimos y de centésimos. Porque ¿qué sentido tiene anunciarle al mundo que uno es un engreído autosuficiente, que no necesita a nadie? ¿Decirles a los otros que sobran? La persona a la que realmente no le importan los demás no se toma el trabajo de avisarlo. Precisamente de eso se trata, que te importe un carajo la sociedad implica que no sepan una mierda de ti. Silencio. Desaparición. Nada más. No se dan cuenta de que cuando escriben «no me importa lo que piensen» ya están mendigando atención. Están pidiendo, a gritos, que alguien confirme que efectivamente no les importa. Si no les importara, no lo escribirían. Punto. Un individualista radical no se refugiaría en estas frases de galleta china. Se suscribiría a aforismos más incómodos, más peligrosos, tipo Ayn Rand: «Para decir Yo te amo, primero debo decir Yo».
Otra frase típica de estos energúmenos es «Eres suficiente». Si puedes mirarte al espejo y tocarte el cuerpo con las manos, si respiras y ocupas espacio, entonces, obvio, eres suficiente. No hay forma de ser menos que suficiente. Si estás aquí, es porque ya pasaste el filtro. Nadie llega a existir por error. No puede existir un humano «menos que suficiente». Todo ente con el que te topes en este mundo es, por definición, natural. Antinatural sería aquello que va contra la naturaleza y sus leyes, y por ende no puede existir en esta. Pero si algo ya está aquí —sea lo que sea—, si lo podemos ver, palpar y constatar colectivamente, no puede ser antinatural. Es natural. Te guste o no, te lo diga el cura, tu candidato a la presidencia, tu influencer favorito. Punto.
Alguna vez se me acercaron a darme cantaleta con un término rebuscado de las pelotas: «No posees responsabilidad afectiva”. No sé de qué psicólogo de Instagram, influencer, motivador o emprendedor salió este humo. Todo suena a manual barato disfrazado de profundidad. Una persona adulta solo puede hacerse responsable de sus actos y, con algo de suerte, intentar minimizar el impacto emocional que produce en quienes la rodean. Nada más. No existe la garantía moral de no herir a nadie. Cada vez que alguien es feliz, alguien más se amarga. Así funciona esto. Tengo claro que mi júbilo será, para alguien, frustración. Tal vez no para muchos, pero a alguien incomodaré con mi estúpida sonrisa y mi caminadito apaciguado. Y no pasa nada. No es un crimen. Es convivencia. Estas expresiones son las favoritas para chantajear a quienes no entienden bien qué significan las palabras responsabilidad y afecto. Se usan para culpar, para domesticar, para exigir una empatía obligatoria que nadie puede cumplir sin dejar de existir.
No me dedico a criticar y destruir cualquier frase que se me cruce. Al contrario. Admiro el aforismo. Me parece un género de una lucidez brutal. Pocas cosas son tan difíciles como decir algo verdadero en una sola línea. ¿Qué iluminación y qué profundidad no se encuentran en los aforismos de Gómez Dávila, Nietzsche, Schopenhauer, Flaubert, Porchia o Duras? Ahí no hay consuelo barato ni frases para colgar en la pared. Hay pensamiento. Hay riesgo.
Ahora bien, ¿qué opino de la publicación?
«Él no te rechazó. Rechazó la versión de sí mismo en la que tendría que convertirse para estar contigo»
Le diría a esa persona que no se engañe: sí, la rechazaron. Y al hacerlo, ese individuo entendió —con bastante claridad— que para estar con ella o con él tendría que convertirse en su peor versión. Eso lo tenía claro. Conocía el peligro que implica involucrarse con alguien que se cree completo, que piensa saber qué le conviene al cuerpo y al espíritu ajeno. También le diría que el rechazo verdaderamente importante es otro, el de persona, autora de la publicación, consigo misma. Rechaza aceptar que no puede darle todo a nadie. Prefiere disfrazar esa carencia de integridad moral. Así se convierte en un ser mezquino, incapaz de amar sin condiciones, que desprecia a quienes considera indignos de su supuesta completud.
Los humanos somos animales sociales, quizá los más sociales de todas las especies. Nuestra vida es un inventario de lo que hicimos con y para los demás. Nos unimos para complementarnos, para descubrir lo que nos falta a través del otro. Nadie puede darle todo a nadie, a menos que el otro decida que eso basta. La avalancha de atención que reciben estas publicaciones no revela sabiduría, deja al descubierto frustración amorosa. Traición. Amor imposible. Decepción. La trampa del enamoramiento. Cada like que deja alguien que siente la frase obtiene un alivio momentáneo, sin notar que se está envenenando lentamente con estos artilugios vacíos, para luego replicarlos sin asco.
Este tipo de personajes grotescos que lanzan esta ponzoña sentimental se creen el Michael Jackson del video adjunto, pero siempre terminan ocupando el lugar de la fan enamorada y obsesionada. Confunden poder con dependencia, distancia con superioridad. Luego nos quieren venir a enseñar y a persuadir con sus aforismos para (no) amar.
Un día tomé un Uber. Lo manejaba una señora de algunos setenta años, fumadora. Intimidaba con su pelo gris, desordenado, con mechones sin peinar. Su piel era curtida, con un bronceado rudimentario que parecía más una capa de suciedad que el azote del sol veraniego; la cara arrugada, con líneas profundas que no hablaban de años felices, sino de extensas resacas, llanto intermitente y borracheras solitarias. Parecía ir vestida —o más bien arropada— por una inmensa camiseta XXL, descolorida, desteñida. Olía a tabaco barato, sudor rancio y perro sucio. Cuando me subí al carro había humo, al parecer de un cigarrillo recién acabado. El asiento trasero iba cubierto, torpe y descuidadamente, por una manta negra que dejaba ver manchas ferrosas de humedad sobre el asiento original. El tapizado tenía un tono indefinible, como de años sin limpieza: una mezcla de polvo y parches de aspecto pegajoso. Sonaba una melodía de rock and roll de los setenta. Ella tarareaba mientras movía el dedo índice como si dirigiera una orquesta, sin dejar de agitar la cabeza hirsuta. Me saludó con una voz ronca: «Hola, guapo». Me contó que hacía unos minutos había visto un accidente en el camino. Un carro salió volando de la carretera. Tosió, seco, como si se le hubiera quebrado algo adentro, y se preguntaba si el conductor iba borracho o drogado. Volvió a toser. Escupió por la ventana. Le dije que en este país pasan cosas raras, retorcidas, a veces surrealistas. No me dejó terminar: «cariño, tú no sabes qué es surreal. Surreal son las islas Galápagos, llenas de lagartos y tortugas, pájaros hermosos, focas, mucha agua, vegetación y esas iguanas tan hermosas». Prendió otro cigarrillo. Luego preguntó: «¿Tienes problema si fumo?». No, tranquila, contesté. Retomó la conversación. «Estados Unidos no es surreal, es el mismo infierno. Aquí han nacido y deambulan los peores pervertidos, los peores enfermos, los más trastornados, los más psicóticos. Y si alguien muere en este país solo tiene dos opciones: o se va al cielo o se va a las profundidades del infierno».
«Tal vez uno no desee tanto que lo quieran como que lo comprendan»
George Orwell
Jim Jarmusch, Cigarrillos y café, 2003.
Monólogo. Siempre el monólogo. No hay un monólogo. Solo hay monólogo. El monólogo. La conversación con uno mismo. ¿Quién habla? ¿Quién escucha? Parecen ser muchos. Muchos los que escuchan. Muchos los que hablan. En uno mismo. Uno mismo es Legión. Parece. ¿Quién se afirma: «¡Yo pensé esto!»? «¡Yo me dije esto antes de leer a Platón, o Nietzsche, o Schopenhauer!»? ¿Digo yo? Yo no digo. Algo dice. Me dice. Viene a mí. Soy un ser y hago cosas. Los seres hacen cosas. Me baño, cocino, camino. Entonces viene la voz. Yo no digo nada. Es la voz y yo la escucho. No suena, pero la escucho. ¿He dicho algo algún día? Dudo. Repito lo que dice la voz. Escuchar. Solo puedo escuchar. Soy silencio. Nadie puede escuchar por mí, porque si alguien escuchara por mí, ya no sería yo el que escucha, sino el otro. Un día la señora Elena. La dulce señora Elena. La que atendía la vieja librería de la fraternidad Rosacruz de Colombia, allá en Las Aguas, en el centro de Bogotá, notó algo en mi semblante. Respetaba mi intimidad. Soy introvertido. Me descubrió triste y huraño. Melancólico. Preguntó por mis ojos vidriosos. Le contesté: ¡me siento solo! Tomó mis manos entre las suyas. Se atrevió. Primero las unió suavemente, palma con palma. Las cubrió con sus cálidas y arrugadas manos. Miró entre mis ojos y susurró tiernamente: usted no está solo, lo acompañan sus pensamientos. Ese día entendí. El monólogo. El diálogo es el monólogo. También.
Cuando hablo con otro fuera de mí, también escucho, pero solo escucho yo, del mismo modo en que me escucho cuando me hablo a mí mismo; es decir, cuando viene la voz que me dice algo. La voz que siempre viene y no pide permiso. La voz que siempre escucho y creo que es la misma, pero en verdad son muchas voces. Pero suenan como una sola. Entonces creo que es la misma y también creo que soy yo. En la conversación los otros dicen. Siempre dicen algo. Se lanzan sobre mí. Como la voz de adentro. Y sé que ellos también tienen la Voz. Mi voz, dirán. Cuando hablo, digo lo que la voz me dice que diga. Pero no sé qué dice, no se puede saber qué se dice y decirlo al mismo tiempo. El otro escucha. Se convierte en silencio. También. Luego me repite lo que la voz me dijo, en palabras de su voz; la voz que le habla como la que me habla a mí cuando digo que hablo conmigo mismo. Y si la escucha siempre es la misma, entonces toda conversación es, en el fondo, un monólogo, porque todo lo que ocurre, ocurre en quien escucha. Reacciono. Y esa reacción es mía. Siempre mía. Cuando comprendo lo que digo porque el otro, quien me escucha, me explica lo que he dicho porque su voz se lo dijo, entonces también comprendo solo.
«Las personas se conocen por la profundidad de lo que dicen». La conversación profunda muestra la realidad de quien es quien dice. ¿Cuál realidad? ¿Pero quién dice ahí? A veces un yo que es un no-yo mío dice y escucha un yo que es un no-yo de mi interlocutor. Y viceversa. No se dice nada, a veces. Porque puede aparecer otro no-yo que no debía escuchar lo que dijo el no-yo de quien me dijo algo. Siempre hay un yo y varios no-yo, que también dicen yo. La conversación se da de yo a yo. No de no-yo a no-yo. Esas conversaciones no son conversaciones. No son monólogos. Porque toda conversación es un monólogo.
Los años pasan y la voz que me dice todo es más selectiva con quién debo conversar. Ya no converso tanto. Ya no me visitan tantas voces. Por eso no tiene sentido que esas voces que ya no están, se entiendan a través de las otras voces de otro afuera de mí. Ya no hablo tanto como antes. Antes que aquella vez que la tierna Elena me dijera que no estaba solo. «Lo acompañan sus pensamientos». Ya no converso con casi nadie. No es necesario. La voz sigue. Dice. O se dice. Se acerca. Cada vez más cerca. ¿Dice yo? No lo sé. Tal vez no dice nada. Tal vez eso, es decir. Estoy cerca. Cerca de no hablar. Cerca del monólogo verdadero. No hay conversación. No hay palabras. Todo ya ha sido entendido. Nada.
Este monólogo sobre el monólogo es una conversación conmigo mismo, es decir, una conversación sobre la conversación entre la voz que me dice y yo que solo escucho. La voz dice lo que yo escuché. Hablar es seguir hablando aunque no haya nadie.
Anónimo, Alegoría de la Prudencia (Prudentia), ca. 1600–1700. Rijksmuseum.
En una visión, un mensajero vio a unos seres recluidos en una casa de fuego, sujetos por cadenas ardientes, tendidos en un ungüento en llamas. Les preguntó: «¿Por qué no pueden ser salvados?» Ellos respondieron: «No lo deseamos». «Por eso habitamos este lugar de castigo: la oscuridad exterior. Estamos en ella».
Ivan Kramskoy, Cristo en el desierto, 1872.
El erotismo y la muerte, el amor y la maldad, temas que me conciernen. De todos ellos, la maldad es el predilecto para la conversación y el debate. No he conocido a nadie que no se proclame bueno y rechace con vehemencia cualquier señalamiento de maldad en su obrar. La mayoría —si no todos— se declaran, más bien, víctimas de la malevolencia del mundo. Caminan con las llagas abiertas en busca de sanación. Pocos, en realidad, tienen algo que sanar.
¿Sanar qué? Ese dolor, ese malestar, esa desesperación son también síntomas de saberse vivo. Y si fuesen síntomas de un mal, ese mal se llamaría vida. La cura, entonces, es conocida: cincuenta pastillas de somníferos o una bala o una soga o la azotea de un edificio de más de diez pisos o un tren que no frena.
Estos seres adoloridos tienden a congregarse. Gimnasios y clubes deportivos, iglesias y cultos, centros de yoga y retiros espirituales. Pero es precisamente en estas colectividades donde la maldad humana se escabulle con mayor eficacia. Personas saturadas de resentimiento, inseguridad, envidia, moralismo, culpa, arrogancia, ingenuidad, insidia, adulterio, adicciones, hipocresía, rabia y frustración. El peregrinaje espiritual no es otra cosa que un parasitismo de la atención, disimulado bajo un ropaje lastimero de compasión y bienestar.
¿Por qué se aferran a estas congregaciones? Por miedo. En la mayoría de los casos es miedo; en pocos, amor propio, fe o pertenencia; incluso de querer cultivar su humanidad. Y este miedo es fácil de detectar, porque es el mismo miedo que irradian hacia la sociedad. Sus avances los envilecen. Los devotos del gimnasio y las competencias suelen mirar a quienes no padecen conflicto con su imagen corporal como seres imperfectos, impuros, casi subhumanos: carentes de salud, simetría y valor. Unos brazos delgados, una barriga pronunciada, unos glúteos destonificados se convierten en signos de ruindad y miseria. Los religiosos de culto ven a los demás como pecadores irredentos, condenados al infierno y a los castigos más atroces por parte del Señor. Necesitan atestiguar la ruina y la tragedia ajena para refundar su fe. Los practicantes de yoga y espiritualidades alternativas perciben por doquier bajas vibraciones, aura sucias y enturbiadas. Juzgan, todos juzgan. Y yo los juzgo a ellos. Soy un descarado. Lo sé.
Yo no soy cristiano, pero me simpatiza la figura de Jesús, el nazareno, el Cristo. No dudo de que Jesús estaba lleno de maldad. ¿Cómo podría haber vencido aquello que no conocía? Jesús no se enfrentó a ningún diablo ni a Satanás, ni a Lucifer alguno. Si uno se atiene a los libros semíticos, el demonio no es más que un agente rebelde frente a su señor, celoso del hombre. Satanás no siembra la maldad en el ser humano, la maldad ya habita en él. Su función es empujarlo a ejercerla. A que quiebre la Ley. Tanto el hombre como el ángel rebelde fueron creados con el mismo don, el libre albedrío. El único objetivo del diablo es hacerle creer al hombre que no lo posee, sembrándole confusión.
Jesús hizo lo que le vino en gana. No pudo ser persuadido, y por eso podía hacer milagros. El mal que enfrentó no fue demoníaco, sino humano. Un mal que nada tiene que ver con Satanás. El mal que prolifera, sobre todo, en quienes se proclaman temerosos de Dios. Jesús nació embrujado. Las constantes embestidas del demonio, sumadas a la maldad y la bajeza de su tiempo, lo cercaban, atraía prostitutas, leprosos, multitudes embrutecidas y lapidarias, crueles y supersticiosas. El mismo fue tachado de blasfemo o hechizero, incluso la encarnación de Belial. Para no sucumbir, descubrió esa misma maldad dentro de sí. Solo así pudo nombrar a los demonios y exorcizar a los débiles de espíritu.
Comprendía el peligro de la congregación. Por eso caminó acompañado apenas por doce hombres y no permitió que lo siguieran tras sus apariciones públicas. Incluso apartó de su camino a su propia madre. Experimentó el dolor y la debilidad de la carne, y las aflicciones que esta impone al espíritu. Afligido, se internó solitariamente en el desierto para confrontar su propia maldad y las tentaciones del ángel caído. Luego retorno.
Yo renuncié a toda forma de peregrinaje espiritual. He sido herido por la vida misma y no deseo curar esas heridas. Es por ellas por donde entra y sale el amor. Cuando llegue la tragedia, no estaré seguro. Si lo estuviera, no sería tragedia. Aceptaré dichas tristezas y profundas melancolias tal como se impongan, sin preguntarme por qué.
Cuando el dolor me pesa y estar vivo se vuelve una carga, no voy a gimnasios, ni a grupos, ni a congregaciones. Simplemente tomo una silla y contemplo una pared blanca durante horas. Luego retorno. No echo raíces ni siembro el corazón en suelo erosionado.
Baron Arild Rosenkrantz, Cristo entre Lucifer y Ahriman, ca. 1913.